Gamestar(t): un campamento de verano pegado a la consola

Gamestart - sabiasundato
Dos niños de unos doce años están solos delante del ordenador programando su primer videojuego. Están utilizando Kodu, un programa que permite diseñar pantallas a golpe de ratón y que utiliza un lenguaje de programación muy visual y bastante sencillo para dar instrucciones a los personajes. “Es la primera vez que lo usamos, no está mal”, dicen.
Es cierto, no está nada mal: han aprendido a dialogar con la máquina y a pedirle en su idioma que haga cosas; van descubriendo que si no formulan bien la frase o no usan las palabras correctas, no hay respuesta; y van viendo, a golpes, que los precipicios deben medir una distancia que los personajes puedan saltar, que las cosas no pueden colocarse a lo loco, que el diseño importa mucho. Al mismo tiempo, el resto de sus compañeros de clase emplea su hora de recreo jugando a Minecraft junto con su profesora, María Rubio.
“Al próximo que ataque le baneo”, suelta Gabri, el chaval que ha montado el servidor en el que está jugando el grupo. “¿Para qué tenemos puertas si las dejamos abiertas?”, dice María. Se refiere al refugio que están montando dentro del juego.
Le responde Rubén, uno de los alumnos más pequeños: “He sido yo, me la he dejado abierta sin querer”. “Vamos a organizarnos, ¿quién busca carbón?”, “¿quién hace picos?”, “¿quién me ha robado?”, “No gritéis”. Así, más o menos, es como suena la escuela de verano de Gamestart, un proyecto educativo basado en pedagogías libres y que utiliza como vehículo los videojuegos y la robótica.
La iniciativa nace en la asociación Arsgames, un colectivo dedicado a la investigación y la divulgación en torno a los videojuegos. María Rubio es la vicepresidenta de Arsgames y la coordinadora de este peculiar campamento de verano sin tiendas de campaña, sin fogatas y sin paseos en canoa. María se refiere a Gamestart como un “aula de tecnología”. Ese es el objetivo: la educación tecnológica de los chavales utilizando los videojuegos, los robots y las pedagogías libres.
Siguiendo esa filosofía educativa que apuntala Gamestart, cada mañana las clases comienzan con una asamblea en los dos profesores y los siete alumnos se sientan en círculo en el suelo y debaten de igual a igual qué van a hacer a lo largo del día.
“Si deciden que hay una actividad del programa que no quieren hacer, no se hace”, afirma María. También pueden pasar del programa y proponer sus propias actividades. Por ejemplo, al segundo día de campamento decidieron que querían dar algunas clases ellos mismos, así que se han documentado y han preparado lecciones de servidores, Minecraft y Kodu para sus compañeros. Alguna no ha salido del todo bien, pero seguro que algo han aprendido en el proceso.
“Que prueben su propia medicina y nosotros nos vamos a jugar al Mario Kart”, bromea María mientras los profesores primerizos intentan que sus compañeros se centren en la clase. En la pizarra hay un horario con el plan del día y, junto a cada tarea, los nombres de los niños que se han apuntado. Si no les interesa o si prefieren hacer otra cosa, pueden levantarse y “educarse” por su cuenta.
Al comienzo del curso, cada alumno elige un proyecto para ir desarrollándolo a lo largo de las dos semanas que dura. A Raúl, el mayor de la clase, le ha quedado Historia para septiembre en el instituto, así que ha decidido hacer un documental sobre la Primera Guerra Mundial grabando imágenes de juegos. Le está echando una mano Jesús, el otro profesor del curso, que ha preparado una clase de ‘machinima’ para hacer cosas como esta.
De momento, tiene la complicada tarea de documentarse y buscar títulos ambientados en la menos jugada de las dos Grandes Guerras. Rubén, con nueve o diez años, está preparando una animación interactiva utilizando Scratch. Hasta se ha lanzado a grabar las voces de los personajes. Otros han formado un equipo para mezclar ‘papercraft’ y sus nociones de robótica y montar un diorama de Minecraft.
Mucho ojo con Minecraft. Ya habíamos hablado por aquí del potencial educativo que tiene este juego y sobre la capacidad que tiene para atrapar a los niños y estrujarles el cerebro por mil sitios. Ahora he podido comprobarlo en vivo. Cuando empiezan a jugar, no sólo aprenden cosas a cada segundo, sino que les surgen inquietudes y necesidades constantemente que necesitan saciar inmediatamente.
Ver a un crío de nueve años hablando de packs de texturas tiene su gracia. María dice conoce la versión educativa del juego, MinecraftEdu, pero prefiere la original. “Con las pedagogías libres intentamos aplicar un modelo educativo diferente, no tiene sentido utilizar algo que convierte el juego en un aula normal”, explica. Las funciones de inmovilizar a los niños, limitar los objetos que pueden usar u obligarles a mirar algo no encaja dentro de la filosofía de Gamestart.
Parece que Minecraft está devorando a cualquier otro juego con un mínimo de potencial educativo, pero en Gamestart han utilizado muchos títulos comerciales que cualquier aficionado puede tener en su estantería. De hecho, tienen una ludoteca bastante amplia con títulos para las tres Playstation, para Wii, para ordenadores y para Xbox 360.
Esos títulos están a disposición de los alumnos del campamento de verano, aunque no quieran jugar a nada que no sea el juego de los cubos de Notch. En otras ediciones del proyecto, como la Gamestart Explosion de las pasadas navidades, han utilizado juegos como Mirror’s Edge o una entrega de la saga Silent Hill para impartir talleres de psicología, historia del arte, género o filosofía a chavales de entre ocho y dieciocho años.
María señala que Minecraft es una herramienta muy potente que obliga a los críos a usar el pensamiento abstracto a niveles sorprendentes para sus edades, pero también reconoce los excita más de la cuenta, se ponen nerviosos y se enganchan. “No entiendo por qué, es un juego bastante tranquilo”, explica.
Lo cierto es que, durante mi visita, el famoso juego de Mojang provocó algún que otro conflicto. Mientras que unos intentaban explicar a los demás alumnos algunos trucos del juego, otros eran incapaces de dejar de jugar y otro se dedicaba a destrozar el mundo del juego vaciando docenas de cubos de magma sobre cada árbol que se cruzaba en su camino. Esta es la cara fea.
Al día siguiente, cuenta María, los chavales utilizaron el juego para hacer un videoclip de Bohemian Rhapsody, una reserva natural virtual y una adaptación de El Cascanueces. Puede irse de las manos, pero es tan moldeable que resulta un soporte magnífico para casi cualquier cosa. Ahí están los resultados.
Fuente: yorokobu

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